Diario de un demonio Part I
(o de cómo Tadeus Liebezeit vendió su alma)
Un ser con un solo rostro es todo menos humano, un rasgo característico de la humanidad es la capacidad de oscilar de un polo a otro, del bien hacia el mal, de la inocencia a la perversión, del pecado a la contrición, del arrepentimiento a la recaída. Mi condición me salva de cualquier crisis de existencia, dado que desde que fui creado tengo clara noción de lo que soy, a saber, un demonio. Pero pude haber sido también una bestia deforme, un no nato, el absurdo de una desavenencia, de una guerra o de una catástrofe. Soy una suerte de negación, la sombra que se opone a la verdad, el nutriente subterráneo de la lucidez; soy la hierba silvestre sin la cual el brazo de la voluntad humana envejecería atrofiado.
A veces supongo la existencia de otros mundos, el de la luz y el bienestar sublime. Sólo mediante mi rústica imaginación puedo dilucidar semejante realidad. Supongo que hay un mundo ajeno a mi dolor y enfermedad, al amor destructivo, a la efímera alegría, a la triste belleza, al arte degenerado. Debe haber seres que no vivan consumiéndose a sí mismos para después envenenar la mano que estrechan.
Deploro cualquier sistema de pensamiento; a veces me mofo de sus principios jugando a que me atengo a ellos, primero los emulo con devoción; construyo hipótesis, bocetos y borradores; erijo silogismos para después arremeter con el caos y la demencia. El final del juego legitima mi esencia en tanto desmoraliza y degenera. Pero el acto también me subvierte.
La misma aversión me inspira la belleza, la extraigo de su entorno, la poseo y exploto; la enclaustro en mi ser hasta deshilvanar cada fragmento de su resplandor, para así llegar finalmente a su exterminio. Tal ejercicio es un ciclo sin fin que me deja exhausto y colérico, más enfermo que nunca. Mi naturaleza es pues la perversión de la armonía, soy mórbido por principio y fin.
No hay un placer efectivo en mí, sólo en germen, como promesa. Mi autodestrucción es el inicio de toda subversión humana y su consumación no me deja más que en el principio de mi propio dolor. Soy pues una agonía cíclica y no tengo más fin que saberme presente en este mundo al hacerlo partícipe de mi tribulación.
Un demonio es digno de desprecio y repulsión. El hombre en su fase de santidad me ha de conocer bien y prevé mis caminos, mi humor maligno sólo lo alcanza en la flaqueza de sus pesadillas. Pero un ser como yo inspira la compasión. En la enfermedad y la torpeza la fórmula de belleza efímera y debilidad conmovedora es infalible; una melodía patética, un poema sobre los padecimientos humanos vulnera y rebaja al terreno de mis dominios. Es entonces cuando yo, astuto alquimista, reviento las vejigas de mi piel hartas del mal purulento; propago la obsesión, el afán frenético de poseer y el placer lodoso de la vejación.
Nunca sabrás si realmente me has visto. Pero tal vez te habrás horrorizado con mis actos, seguramente habrás seguido en el extravío mis huellas hasta hundirte en el fango. Posiblemente habrás estrechado mi mano o bebido de mis licores. En algún camino bifurcado habré virado por ti, porque tu voluntad estará enferma y cabizbajo atenderás a mis llamados.
No habrá nunca señales evidentes de que te acecho. Sólo anhelarás en aquella tu lejana mocedad la pureza irreversiblemente perdida. Practicarás rituales jubilosos y proferirás rimas malignas de aparente inocencia. Cautivado por el árbol del saber te afanarás a las lecturas profanas. En tu camino hacia la verdad te daré alcance, y un día lúgubre y extraño te verás leyendo mis líneas. Entonces serás totalmente mío y dejarás de oscilar en el péndulo de la humanidad.
Texto: Octavio Ramírez
Pinturas: Zdzisłąw Beksiński
Texto: Octavio Ramírez
Pinturas: Zdzisłąw Beksiński
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