No se sabe con certeza en qué momento se adquiere esa licencia, (para introducirse en un diálogo frente a frente con el gran autor taciturno bajo una lámpara de gabinete). Dirán los frívolos enciclopédicos y coleccionistas que por ello se ha pagado un precio con impuestos incluidos. Otros como tú consideran que se adquiere desde tiempo antes, cuando se entrelazan en el cielo raso del estudiante famélico humaredas de anhelos y telarañas de cavilaciones con las frases lúcidas e inclusivas del viejo pensador.
Llegado pues el momento del encuentro, tras haberte sometido a la faja del atuendo dominical y haberte engominado el pelo, accedes hasta un espacio allende a la ciudad, uno de esos lugares que se suspenden tras la frontera de la zona del mercadeo, del bullicio y las luces urbanas. Allí te aguarda el prologuero, quien al verte cruza la calle para ir por ti, te estrecha la mano displicente. Mientras éste te guía por un pasillo angosto, te va aconsejando a murmullos cómo tratar con el autor, pero el ruido de las zapatillas y la impaciencia del encuentro te hacen perder la atención en tu guía introductor.
Al caminar hasta el fondo del pasillo, se abre ante ti la puerta del gabinete de un fumador empedernido, quien te recibe con la vista apuntando a la silla que espera que ocupes. Las reverencias y las presentaciones terminan por estar de más, contrario a lo que encarecidamente te había recomendado el prologuero. Sin más preámbulos, en un espacio furtivo del mundo, frente a frente, da inicio el diálogo en torno a la novela occidental.
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