Al pie del manantial




A lo más profundo del alma llego a veces en sueños y recuerdos. Veo el verdor de las arboledas reflejado en un afluente angosto. En éste pululan a contracorriente pececillos multicolores. Yo y mis hermanos queríamos atraparlos todos sin que murieran en nuestras manos. Yo quería llevarlos conmigo con su belleza intacta.

Era en los domingos y días de asueto, la familia salía de paseo.

Se dirigían en una vieja furgoneta hacia las afueras del pueblo, a plenas faldas del cerro Colorado, donde brotaba un pequeño manantial y se colmaba un nicho de agua con fondo rocoso. La familia elegía asentarse bajo las sombras tristes de unos mezquites, los cuales tapizaban el suelo a su alrededor con su fruto mal apreciado. Una vez removidas las ramas espinosas caídas, se disponían dos gruesas cobijas para que los parientes mayores se sentaran. El manantial estaba apenas al pie de los árboles elegidos. 

Los niños se dispersaban en todas direcciones en exploración de lo que para ellos era, un nuevo territorio conquistado. Mientras tanto, dos hombres alistaban el fogón, haciendo un medio círculo de piedras y en el centro poniendo la leña de mezquite. Una vez atizado el fuego, encima se colocaba el comal. Las mujeres troceaban la verdura y asaban los chiles para la salsa verde, calentaban las tortillas, ponían limón a los bisteces y cortaban el chorizo. El padre elegía un brazo fuerte del árbol, entonces lanzaba por encima de éste una cuerda y ataba ambos extremos a la llanta de refacción de la furgoneta; el columpio estaba listo.

Los adolescentes eran los más incómodos, no se sentaban, apenas se apoyaban en los troncos de los árboles. Generalmente renegaban de esas salidas en familia y se sentían profundamente apenados, como si estuvieran bajo la mirada burlona de sus compañeros de clase; no querían probar bocado, no hablaban con nadie. Había algo de rural en todo ese ambiente que les despertaba el desagrado, además, creían que la familia se estaba mostrando a la intemperie social con todos sus defectos y manías.

Los hombres andaban con el dorso al desnudo y bebían pepsi con brandy. Jugaban al dominó o a las cartas y el que iba ganando se carcajeaba gustoso de su suerte dominical. Siempre había un niño que seguía atento las reglas del juego y era frecuente que recibiera una recompensa por su curiosidad. Lo habitual era que el paseo fuera ambientado por una casetera que siempre sonaba mucho más alto de su capacidad. El ganador de los juegos de mesa cantaba a todo pulmón.

El abuelo, vestido solamente con su ropa interior de manta blanca, parecía ser el más contento, pero sus hijas lo trataban como a un niño, pues tenía problemas para comer la sopa y manchaba su camisa con pedazos de fideo. Luego de acabar de comer, un hombre fuerte lo cargaba en brazos y lo sentaba en su silla de ruedas, la cual ya lo esperaba bajo la caída plena del agua de manantial. Era la hora del baño. Los niños impacientes, aún con el último bocado sin pasar, se desnudaban para entrar al agua. Algunos hombres acompañados de sus esposas, también se sumergían y gozaban de las bondades del agua mineral. Las mujeres mayores, con largos camisones, discretamente se mojaban los pies y permanecían en la orilla. 

Los adolescentes de brazos cruzados, primero de reojo y luego sin disimular su emoción, veían desde la distancia cómo en torno al manantial burbujeaban y bullían las carcajadas y la alegría familiar. En el centro los niños se daban chapuzones y sostenían la respiración, jugaban a salpicar a los adultos, quienes carcajeaban y no dudaban en responder los embates. Eventualmente uno de los menores, colmado de felicidad, invitaba a los adolescentes a unírseles, los adultos los secundaban y en coro repetían sus nombres. Finalmente los púberes no se podían resistir y se daban oportunidad por una vez más, de volver por un momento a la niñez.

El abuelo tenía problemas para hacerse entender al hablar, pero cuando sonreía no era difícil distinguir su estado de ánimo. En una ocasión, por un momento, cuando el bullicio de la multitud estaba en lo más alto, el patriarca dijo algo imperceptible y después se carcajeó. Todos callaron por un instante y lo vieron entonces de una forma diferente. A sus espaldas se vio en lo alto, la cima del cerro, luego el manantial que caía en cascada por unas rocas, para finalmente descansar en los hombros del anciano. Su silla de ruedas se convirtió por un instante, en el trono de un viejo sabio mensajero de los secretos de la Naturaleza. Todos parecieron haber experimentado dicha visión pero nadie dijo nada. 

Ya para la puesta del sol, los campos de trigo recién segados fulguraban con un color dorado. La familia estaba dispersa por el paraje. El mayor de los adolescentes solía retar a sus hermanos y primos en pruebas en las que era imposible de superar. Aquella vez se trataba de una carrera a través de los surcos del campo, una vez más se sobrepuso a todos, para después pavonearse y gritar a toda voz su superioridad. El padre, ya entrado en años, a lo lejos seguía la escena, entonces lo retó para sorpresa de todos. Apenas inició la carrera y el joven adolescente se quedó ampliamente rezagado tragándose su orgullo, mientras que el padre finalizó sin aspavientos y sentándose al pie del mezquite. 

En general había algo glorioso. Había chapuzones, júbilo y canciones coreadas desde el corazón. Pero algo siempre tenía que desbordarse, alguna mujer eventualmente daría el grito de pánico, habría vidrios en la carne trémula, habría emociones sobrepasadas y ofensas. Ya sea por accidente, sea premeditadamente, caía la familia en desgracia. En alguna ocasión una niña que nadaba se cortó la planta del pie con un trozo de cristal. En otra, uno de los jugadores de dominó perdió la paciencia tras su mala suerte y se tornó violento contra los demás. Este tipo de sucesos mantenía de cierta forma la cordura en la familia, los ánimos y el júbilo se sopesaban con la latencia de la desgracia. La familia entonces, ya alcanzada por la penumbra, recogía sus pertenencias y emprendía el regreso.

La furgoneta, una vez más recargada, se echaba a andar como una mula perezosa con los restos de comida y con los miembros de la familia exhaustos. Iba marchando por los caminos de árboles que bordeaban los sembradíos. Una de las mujeres mayores comenzaba a cantar una vieja canción de la época de la Revolución. Los niños la secundaban y finalmente toda la familia coreaba. Era el fin del ritual en aquellos lejanos días de asueto.

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