Eschatos
Las casas provincianas no tienen recibidor porque los visitantes no son bienvenidos. En el santiamén que dura el abrir y cerrar de los portones queda expuesta toda su íntima y febril vida interior; sus humores vaporosos, el rechinar de las camas de latón. Las gruesas vigas que sostienen el tejado. Un humo azul que viene de la cocina. El petate por alfombra sobre el suelo de tierra negra; El Sagrado Corazón en la pared con su cara enrojecida por las veladoras. Al pie de la cama dos rostros morenos. Por el pasillo que da al corral se ven siluetas de gallos y guajolotes picoteando. Un perro bravo y enjuto ladra bajo la cama; olor a tapete viejo y a humo. Un jilguero duerme en su jaula cubierta con un rebozo; chirridos de sillas con asientos de paja trenzada. Apenas si un radio de transistores se atreve a balbucear las noticias en amplitud modulada.
Las farolas no despiertan, la bombilla de la tiendita no enciende. Solo se ve venir una luz desde la distancia. En otra época lejana sería el augurio del padre en su eterno retorno, siempre volviendo a destiempo. Fatigado y compungido se aproximaba conduciendo su armatoste mientras sus altos faros iluminan toda la calle.
Con el apagón se revela que la tarde aun no ha muerto del todo, aun queda esa luz plomiza. Si el tiempo aun honrara las costumbres, los niños no deberían tardar en salir a la calle. Se encontrarían primero a tientas, se reconocerían luego por sus voces, no pasaría mucho para que se acostumbraran a la oscuridad. Botellas de vidrio en mano saldrían al descampado en busca de las luciérnagas. Luego encenderían una fogata con una llanta vieja y basura del día. Vendrían las historias audaces de robos en el mercado, el parte del día sobre la loca que llora en el kiosco del jardín su amor perdido en la frontera. Luego saldría el relato de los fusilados de la Revolución que se aparecen en el corral del vecino. Si el tiempo aun honrara las costumbres se vería al viejo sentarse en sus silla al pie del portón para tomar el fresco y ver que finalmente ha cedido el calor de un día infernal de junio.
Todos los círculos terminan por romperse y aquel domingo mi alma finalmente se reventó como un vaso de agua. Era el séptimo día en su crepúsculo. La bombilla y el televisor fallaron, “se fue la luz”, se escuchó a alguien gritar. El apagón les ha tomado tendidos y abrazados en su cama, tan jóvenes y tan viejos fundidos en un abrazo. Se quedaron dormidos. Los niños en la calle aun inquietos, no paraban de dar saltos viendo morir a las luciérnagas.
Fue durante la canícula
Nos separamos en un momento de distracción. A cada esquina nos sorprendían las ráfagas de fuego. Olía a metal fundido. Se caían las paredes a nuestros pies. Una bestia mítica bañada en sangre deambulaba por las calles ignorada por el gentío. Te bese las manos pensando en todo el amor que con ellas me prodigaste. Fue la premura o la ansiedad pero te fuiste quedando atrás. Intenté abrirme paso entre el gentío y retroceder en mi marcha pero la distancia entre nosotros se ampliaba conforme el grupo avanzaba. La gente rumiaba a falta de voces, avanzaba en masa como ganado y todos se empujaban por inercia. Te fuiste quedando atrás hasta que ya no te vi, te quedarías al resguardo de nuestro perro bravo.
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