sueño

La divinidad es la proyección de nuestro ser en estado incorrupto. Lo sagrado y la belleza son intuición, anhelo y fe de un estado superior; es el motor de la voluntad humana hacia la elevación. Caer o desviarse de tal fin es señal de enfermedad del alma, esencialmente divina. ¿Cuál es pues el móvil en el enfermo del mal de luna? ¿Qué desvío sufrió el condenado a la vigilia permanente? ¿Qué nos queda por anhelar a los insomnes?

Mis primeros padecimientos del mal provienen de los sobresaltos entre sueños y de los sueños mismos. De mi infancia recuerdo lo que más se le semeja al silencio; un zumbido constante, hondas respiraciones, el canto del grillo. Soñaba que me despertaba a mitad de la noche. Como si el miedo fuera un imán, me atraía poderosamente, manifestándose en un extraño sonido. Siempre me nacía seguirlo. Me desplazaba descalzo hasta el patio y me inmovilizaba bajo la luz de la luna, la resonancia se perdía.

Otras veces el sonido procedía del interior mismo de la casa, yo atravesaba un dormitorio, llegaba a otro (todos dormían) y el sonido se volvía más fuerte. Finalmente, en el estrecho espacio debajo del ropero, se escuchaba aterradoramente nítido un alarido prolongado. Me ponía luego de rodillas y acercaba el rostro al suelo, tanto como para estar totalmente vulnerable. Veía una pequeña bestia, un monstruo semejante a un Lémur pero con el rostro humano de la amargura, la miseria y la fatiga. Había ocasiones en que la resonancia era provocada por el mismo diablo, pegado como una alimaña en la pared más oscura de mi dormitorio. Al sorprenderlo soltaba una bruta carcajada, escandalosa, más parecida a un severo ataque de tos. En cada una de estas situaciones buscaba alertar a los míos y pedir auxilio, pero la bendición del sueño profundo los amparaba y mi voz sonaba menos que un hilo a merced del viento; me encontraba solo. Me resistía entonces a dormir, ya veía al sueño profundo como una gracia vetada para mí.

Llegué a esta ciudad joven, con un apellido por honrar y una encomienda personal. Me tenía en alta estima por mis bríos espirituales, del futuro era la llave que me deleitaba por poseer. Fatigué los libros de la sabiduría y me formulé las preguntas trascendentales. Ejercité mi espíritu en las rutinas de la inteligencia y aprecié la belleza con toda mi humanidad. Llegó entonces el momento en que germina del pecho, cual ave a punto de su primer vuelo, una voz propia que espera una correspondencia.

Pero nunca hubo respuesta. La ciudad sólo me legó anonimato, desesperanza y finalmente el olvido; el olvido de mí mismo. Comencé entonces por trabajar los días por la mera fatiga, pensaba que asimismo el asno se reventaba el lomo para olvidarse que era asno. La rigurosa labor inconsciente, inmejorable método para aniquilar la molesta voz interna. Al final de la exhaustiva jornada sólo pedía una prima que sin embargo, nunca se me concedía. Comenzó entonces el insomnio.

Primero fueron prolongadas noches de fiebre y pesadillas. Cada vez con más frecuencia se me subía el muerto. Surgió posteriormente el vértigo, el miedo a caer por completo me hacía reaccionar (e incluso el animal más ponzoñoso se adhiere a la vida, pensaba). Por las mañanas me hallaba reducido a cenizas, como una fogata que ardió la noche entera y finalmente a la alborada se consumió por completo.

En mi adolescencia tenía el sueño recurrente de un andar descompuesto, cuanto más me preocupaba por enderezar mis pasos, peor respondían mis extremidades; se doblaban mis rodillas por falta de fuerza y finalmente me desplomaba. Ahora tal situación se había volcado sobre la realidad; cojeaba y de pared en pared, me movía siempre bajo la mirada sarcástica de la gente. Mis paseos diurnos se volvieron cada vez menos frecuentes en tanto el mundo de los ideales modernos progresaba sin mí. Un miércoles de ceniza fue mi última caminata; antes de volver a casa vi los rostros de los parroquianos y su pasión por la liturgia.

Siempre me había movido; en círculos, en espiral y zigzag. Daba vueltas por las mismas calles y en las contraesquinas cruzaba a la acera de enfrente. Me asomaba en los gentíos y me iba de largo, a veces irrumpía en las tertulias o en la misa, pero no distinguía ningún rostro. Algo me movía, algo agotaba mi fuerza, algo buscaba; desconocía qué era. Mi inquietud se transformó en una andanza nocturna, a las horas en que a mis anchas podía moverme. Caminaba desde la medianoche hasta llegar al amanecer. Inicié con dos o tres calles y cada noche avanzaba un poco más. En una ocasión alcancé La Subterránea y ya no volví jamás a casa.

Ya había oído hablar de aquel lugar, a decir de la voz común, un valle de leprosos y proscritos que subyacía oculto de la luz de la ciudad. En mi testimonio, encontré un mundo hostil, donde se riñe por el espacio y el hambre de posesión. Pero principalmente se cela por lo más sagrado, a saber, el sueño profundo. Visitan La Subterránea seres debilitados por el daño sistemático, corazones rotos, almas decepcionadas, voluntades fracasadas, inocencias perdidas, infancias extraviadas. Con todo tipo de vicios y carencias; oficinistas, obreros, profesores; hombres de familia de día, almas malignas y oportunistas de noche. Finalmente, todos hombres pervertidos por el insomnio ¿Qué les queda pues por anhelar a los rechazados del mundo de arriba más que el sueño profundo?


A la usanza común del lugar, tallé mi nicho en la roca, elegí un lugar en penumbras, de acceso arduo para los delincuentes. Reposaba sólo un instante y volvía a mi andanza; buscaba por todo el laberinto subterráneo (algo extraviado o quizás algo prometido). Por momentos alcanzaba senderos desolados, sin más sonido que el lamento de algún infeliz que lloraba en su lecho. Un poco más adelante, se congestionaba una arteria por una trifulca masiva o un crimen, había que abrirse paso con los codos y seguirse de largo. Después volvía a mi lecho con la inmensa tristeza de una vez más, no haber acertado en mi búsqueda; descansaba un rato y volvía a mi andanza…

Orar es representarse ante sí lo divino, un llamado hacia el interior por un estado perdido o anhelado, nostalgia o fe. Para los incrédulos no hay rezos, para mí existía sólo la evocación, la simulación del sueño; no es extraño que a veces me haya ganado la añoranza por mi niñez. En una ocasión, tras una larga caminata, me recosté por un momento y pretendí que dormía entre mis padres jóvenes. Sus respiros eran un viento, un Mistral. Yo me desplazaba de la cama y salía descalzo al corral. En el cielo negro se plasmaban y desvanecían señales aterradoras, en tanto ilegibles, pero sabía que me llamaban. Bastaba elevar los brazos y estaría allá arriba. Me adhería al suelo aterrado y vulnerable. La calma volvía con un viento que atravesaba las copas de una pareja de árboles, aquéllos que custodiaban mi casa. Venía alguien por mí y del brazo me llevaba de nuevo a la cama; después dormía profundamente.

Así como el afán por la vigilia entorpece la trama de los sueños en los durmientes, mi simulacro onírico cedió por un roce ansioso en mi mejilla. Un perro callejero, deslucido y gris, mendigaba por comida, recibió algún mendrugo de pan y una caricia; nunca más se separó de mí. El animal era manso y fiel a mi tutela; feroz y decidido a mi defensa. Comprendo desde entonces que el acuerdo de las verdaderas amistades surge tácitamente, por la miniatura de un gesto correspondido, en el transcurso de un mínimo instante.

Sin notarlo en un principio, mi andar se volvió más seguro, lo que despertó sospechas. Germinaba en mi pecho un bienestar apenas perceptible. Algo en mi rostro cambiaba que llamaba la atención. Recelaban los que me veían, algo precioso tal vez poseía. Comenzó entonces a conspirarse mi muerte, cruzaba túneles adosados por miradas criminales. Los más osados sorbían brebajes de café y hachís mientras yo pasaba a su lado, sus ojos eran hoyos de imprecaciones y brujería negra. Mi perro, que ya era mi hermano, que ya era una parte de mí fortalecida, se mantenía a mi lado con los colmillos expuestos.

Por ese tiempo entendí que el alcance de mi búsqueda estaba más allá de la extensión finita de La Subterránea, la simulación del sueño fue mi único sendero; uno más generoso, más prolífico, más espacioso. Se me veía andar como sonámbulo por toda la subterránea, a veces caía, otras veces desafiaba involuntariamente a los extraños, pero siempre seguro bajo el resguardo de mi nuevo guardián. Afuera de mí prevalecían los altercados y los raptos; las violaciones y los hurtos. Yo mismo fui despojado de todo cuanto poseía, por lo que mi andar se volvió más ligero. Afuera la dinámica del caos, en mi interior el sueño lúcido.

Era un lugar selvático, de terreno lodoso, hundía mis pasos para avanzar. Delante de mí corría ágil un nativo del sitio, quien me guiaba hasta un punto concertado. Se trataba de un regreso a una remota propiedad. Ingresamos a un radio peligroso, se enrarecía el aire, predominaba el mal. Yo vestía uniforme militar, ostentaba un gesto decidido. Finalmente dimos con el lugar, hedía a descomposición. El nativo se apresuró a excavar mientras me miraba con una sonrisa de maliciosa complicidad; esperaba una correspondencia de mi parte. No tardó en evidenciarse lo que ocultaba la tierra, con gran presteza mi seguidor alzó el hallazgo: una red con agonizantes hombres carcomidos por gusanos de lodo. Habían sido sometidos bajo mi sable. A cada hombre correspondía un crimen, un delito, un pecado. Mi pretensión ahora era sanarlos uno a uno y devolverles la libertad. Al saber de mis intenciones, el nativo se tornó violento, aguzaba su machete, invocaba el mal sobre mí…

Adentro, destilaba de mi alma el caldo de espíritus venenosos; las afecciones, los vicios y sus tóxicos. Afuera en La Subterránea, como el trote del diablo, se corrió un rumor; algo precioso poseía. Me sacudí de mi trance cuando se avivaron cánticos que clamaban por mi sangre. A esos hombres malditos de nervios crispados, les temblaban las manos, se estremecían al advertirme de las abominaciones de las que me harían objeto.

Sucedió entonces la impostergable disputa, sufrí heridas dolorosas y mi feroz animal se manchó el hocico de sangre. Pero me favoreció la riña, fue cuestión de fuerzas, cosa de alzar una mirada normalmente mantenida en penumbras. Al cabo de unas horas terminé por ahuyentarlos sólo a gritos, en mi frecuencia gutural. Dicho acto implicaba una novedad para mí; oía mi voz por vez primera, resonaba y se extendía en los socavones más recónditos. Reconocía entonces en mi alarido un vocablo, percibía finalmente mi nombre.

La lucha me dejó en realidad exhausto, de cuerpo y espíritu. Un cansancio que no había experimentado por muchos años me hizo recurrir a mi nicho. Hacía tiempo que la ciudad me había olvidado, yo la olvidé a ella también. Ya no tenía por qué temer ni porqué seguir recorriendo La Subterránea. Antes de vencerme el sueño, percibí que una mariposa de la noche se posó en mi pecho.

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