Mi realidad es un universo inmenso pero finito. Cuando duermo me puedo extraer de ésta apenas tras diez respiros.
Entonces hay un momento en el que el bullicio de mi realidad se comienza a oir distante.



Me voy alejando como quien se aleja de una fiesta de pueblo montañés. En plena caída de la tarde, voy ascendiendo por la vereda que rodea a la aldea, la cual ya ha quedado al fondo de una cañada. El camino terroso se va haciendo angosto y atraviesa malezas y árboles que entre sombras, simulan lamentos contenidos.  
 

Luz de luciérnagas aflora y se desvanece a mi paso mientras cargo con un dolor en el pecho que se ha vuelto un manso animal de sacrificio. 

Atrás quedaron las incontables historias que tejen mi realidad. La cima la he encontrado caída ya la noche. Al fondo del camino me espera una casa milenaria. Blanca, de muros pesados y altos. De el lado opuesto la casa es bañada por un lago de sonidos cristalinos. El terror me ha petrificado antes y lo vuelve a hacer ahora, debo volver.  
Nunca he sido capaz de entrar. Supongo que adentro hay un viejo o un libro, o ambas cosas que han esperado mi arribo a través de los años y de los siglos. 

Mi realidad es inmensa pero finita. Una de sus fronteras es una casa blanca en la cima de una montaña.

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