Para cena de Navidad


Ahora nadie me reconocería con un hacha en la mano. En mi vida he sido muchas cosas, también me he dado tiempo para descuartizar.

Por ejemplo, una madrugada oscura previa a Navidad, la sangre de los cuerpecitos filtrada en el suelo parecía con remanentes de vida; se reconcentraba, se coagulaba, emanaba vapor, fulguraba como el carbón al rojo vivo. Y ahí estuve yo madrugando, tiritando de frío.

De la pared impregnada de hollín colgaba un diminuto radio furioso, también con salpicaduras de sangre vieja. El vapor proveniente de un enorme cazo con agua hirviente enrarecía el aire del lugar. Unos focos ennegrecidos por el humo, colgaban muy bajo, iluminando principalmente la larga mesa rústica. Y ahí yacían los cuerpecitos en hilera.

Ahora no lo concibo, pero por aquellos inviernos los solía coger maquinalmente, los aprisionaba en un cono metálico para inmovilizarlos, desesperados por la inminencia de la muerte pataleaban y a veces lograban provocarme rasgaduras en los brazos, de eso conservo aún algunas cicatrices. Con el frío de diciembre había cierto placer en palpar los cálidos cuerpecitos. Finalmente les estiraba el cuello y con el cuchillo les daba una única caricia infalible en la yugular. Tras unos minutos cedían inmóviles e iban a dar adentro del gran cazo, cuando había que cuidar el tiempo de escaldado de la piel. Tras esto, se les desplumaba apenas con pasarles la palma de la mano por la piel.

En dicho momento del proceso había que tener cierta precisión quirúrgica para desvicerar los cuerpecitos. Me secaba el sudor de la frente, aguzaba la mirada, echaba los hombros para adelante y pasando un cuchillito por la piel, ésta se abría mórbida. Del interior emanaban gases concentrados y mis dedos fríos se entibiaban al enredarse con los intestinos húmedos. El momento crítico venía cuando había que remover la vejiga de la hiel, bajo ninguna circunstancia podía reventarse dentro de la cavidad del cuerpecito. Un error en esta etapa echaría a perder alguna cena de Navidad, en algún hogar fervoroso. El paso final llegaba cuando cogía el hacha y destazaba al último de la fila.

Finalmente consumada la labor, había un goce extraño, mientras limpiaba bandejas metálicas, al rellenar bolsas azules con los despojos de los cuerpecitos y mientras que con agua hirviente cazaba las ratas que robaban tripas, sonaba el radiecito furioso reproduciendo mi cinta favorita.





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