El último día de la inocencia

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El reflejo del marmol mojado sobre la plaza central es la última impresión que guardo de aquel domingo. Tras terminar una lluvia torrencial la gente se echó a la calle, los caballeros de la ciudad se apresuraron hacia la estación y desde las ventanas de los vagones, las mujeres plañideras ondeaban sus pañuelos despidiéndose de toda una época. En dicha ocasión, día último de mi juventud, se cerraron todos los cafés y restaurantes del siglo pasado.

Al pasar por la avenida principal se podían ver en el interior de la trattoría las sillas patas arriba, en el café de los poetas el piano callaba en penumbras, y en la esquina de la calle yacía un montón de hojas mojadas de un popular diario que otrora registrara las glorias del Simbolismo local. En el puerto, una orquesta de viento despedía a los tripulantes de los buques. Al ritmo de la tuba, el loco del pueblo se burlaba de todo aquel que accedía al embarcadero.

Todo acababa para nosotros en una tarde de chubascos caprichosos, para nosotros los bohemios que gustábamos de salir a desnudarnos al campo, que pintábamos paisajes del sol meridional, que trasnochábamos con poesía maldita, opio y absynth.

Al día siguiente llegaría el asfalto y las demoledoras. La elocuencia de las ideologías revolucionarias cedería el paso a la propaganda colorida y repetitiva. La poesía que antes se ondeaba como el follaje de los trigales, sería repuesta por publicidad escueta plantada en todas las esquinas. Se trazarían pues los planos de una nueva ciudad de latón y máquinas a combustión de diesel. Y en la plaza central se celebrarían desfiles militares.


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