¡No existes, no existes!
debieron haber sido las últimas palabras de los incontables marinos que se perdieron en el llamado de las sirenas
Hubo una vez una música que jamás comprendí, pero que tenía la fuerza suficiente como para sacudirme. Fue sólo con el paso de los años, cuando la balanza se inclinó más del lado de la realidad, que intuí que se trataba de una oda a ese momento, cuando la quimera se desvanece ante la vista de su agonizante persecutor.
Algunos buscan en la música una confirmación de su pasado. Pero a mí siempre se me presentó más bien como una promesa, un mensaje proveniente de inexplorada procedencia, (no necesariamente del porvenir, pero sí como una hermosa posibilidad).
Durante mi juventud, desentendido de la religiosidad, al parecer reconcentré mi mentalidad teleológica hacia la música. Creía que como una diosa que reconforta al final del sinuoso camino, alguien me envíaba señales a la distancia, imágenes sonoras preciosas de lugares que jamás había visto.
De joven me bastó cualquier cadena de rastros insignificantes para trazarme un sendero. Animoso lo seguí en tanto sonara musical, so promesa de caricia; en tanto presintiera que al final del camino estaría la realidad como una alma reconciliadora.
Ahora se me revela aquella música otrora incomprensible, como un canto de este lugar y de este preciso momento, al cual he llegado no porque estuviera enclavado irremediablemente en mi futuro, sino porque durante toda mi juventud forcé mi voluntad para llegar hasta aquí.
¡No existes, no existes! debieron haber sido las últimas palabras de los incontables marinos que se perdieron en el llamado de las sirenas.
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