Viajes redondos (1999)
Viajes redondos (1999)
Acostumbraba marcharme al atardecer, al tiempo de las densas parvadas de tordos, a la hora en que los hombres van a quemar los pastizales alrededor del pueblo, entonces se volvía pesado respirar. Era al consumirse el año, con el cielo de color ocre y la fría cortina del crepúsculo cayendo más temprano. Entonces se alzaba una nube estática de polvo alrededor del pueblo, parecía como una frontera natural para delimitar una zona que se rige bajo su propia temporalidad. Aún a la fecha los ritos para mí siguen intactos. Las campanadas de la alta torre parroquial resuenan hasta rebotar en las faldas del cerro. Unos altavoces en forma de trompeta anuncian en las puertas de la iglesia el advenimiento del fin de los tiempos. Ante lo sinuoso del camino, los feligreses son llamados a la piedad, a la mesura y a la resignación.
Solía apretar el paso en mi camino a la estación de autobuses, normalmente iba retrasado y sobrecargado de maletas y paquetes con todas mis pertenencias.
Aún hoy, para mí todo sigue igual. Los camiones destartalados en su vaivén constante, arrancan, se echan en reversa y se pierden en el polvo de los caminos de tierra blanca. El estruendoso rugido de sus motores se va perdiendo en la distancia. Cuando los pasillos de la estación quedan desolados, el barrendero arrasa con volantes, periódicos, cáscaras de pepitas y todo lo tirado en el piso durante la jornada.
A esa hora llegaba yo.
Los vendedores de boletos que ya se alistaban para irse, de mala gana me vendían una salida a la ciudad capital, era el último viaje del día. Era habitual ver por los ventanales que mi autobús ya se iba echando en reversa para perderse en la polvareda, por lo que con todas mis maletas en los hombros, tenía que correr para darle alcance. Un anciano que pasaba las tardes sentado bajo un mezquite ondeaba su sombrero para que el camión se detuviera. Entonces el chofer me abría la puerta y displicente me cortaba el boleto.
Durante el viaje unas lucecitas diáfanas en hilera iluminaban el interior del camión y yo me acomodaba en unos asientos aterciopelados y perfumados, con duros resortes que me hacían ir balanceándome hasta que finalmente me quedaba profundamente dormido.
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