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El extraño
En un momento dado, toda mujer pregunta a un hombre ¿quién eres en realidad? Pero tú te rehusabas a responder, te limitabas a advertirme que era mejor no saberlo. A veces despertaba a media noche por absurdas pesadillas, y era entonces que en realidad me sentía totalmente despierta, aún más que durante las horas diurnas. Entonces te reprochaba a golpes en tu dorso por tu silencio y frialdad para luego volver a desvanecerme y recaer en el ensueño.
Me gustaba de ti todo lo que nadie más podía ver. Desde la rusticidad en tu vestir y el dejo salvaje en tu andar. Incluso la forma hosca en que con tus dedos te echabas la melena hacia atrás. Te diferenciabas sin esfuerzo de todo lo que antes había conocido. Tus palmas callosas y las venas sobresalientes en tu cuello me hablaban de un origen bélico; naciste para deambular detrás de tus propios fines, tal como una daga es pulida y comerciada con un solo propósito.
Ya desde tu llegada al pueblo, fue imposible que te doblegaran físicamente, mucho menos con el poder de la palabra. Ante la estulticia de mi gente, aludías siempre a verdades incontestables, casi sagradas. Decías conocer a profundidad el bien supremo sobre la conciliación con Dios. Con el tiempo era raro que alguien contradijera tus opiniones, en tanto que normalmente tenías la razón en una forma general, pero tú la ajustabas a situaciones particulares.
La gente te detestaba por tu obstinación, frialdad e inaccesibilidad. Mis padres decían que yo vivía en la invidencia, pero contrario a su opinión, también podía reconocer en cada escena pública guisas de brutalidad en tu semblante. La pasividad de mi pueblo te exasperaba y los llamaste más de una vez a la rebelión contra los poderes impuestos y contra la oligarquía.
Eras totalmente una oposición a mí y a mis ganas de caer. Eras de gran dureza y poder inexorable, pero también de un inmenso vacío que exigía mi entrega. Te volviste en mí una verdadera convicción, a tal grado que dejé de ser todo lo que antes fui. Dejé de frecuentar a los amigos y a despreciar a quien buscaba cortejarme. Le di la espalda a mis padres y me desentendí de los familiares. Quedaron atrás los tiempos de paseos por el campo, los bailes y las ferias. Viví entonces ajena a mi mundo natural y pendiendo de ti, o de lo que yo creía que eras. Ahí donde había miradas en el vacío, donde poblabas con tus prolongados silencios, en tus actos absurdos, en todo eso replicaba yo con mi amor.
Solo quería que me amaras, pero nunca lo hiciste. Las noches de caricias terminaban irremediablemente conmigo sola en el lecho, mientras tú como gato hipnotizado, te ibas y te quedabas estático entre los altos pastizales, de cara a las constelaciones; inmerso en insondables reflexiones.
Te he recibido como a un extraño, a pesar de todas mis sospechas sobre ti. Te conocí herido del cuerpo pero soberbio del alma. Yacías al pie de los sauces, a orillas del río, cerca de los lavaderos. Corté jirones de una manta recién lavada. Tu costado derecho sangraba profusamente. Apenas volteaste a mirarme. Desde que te conocí he vivido en una disyuntiva, ante dos posibilidades que por cierto, ambas son negativas: tu abandono o tu presencia.
Hoy es noche de luna plena, noche de fiesta. Mi pueblo celebra el inicio de la cosecha. Los viejos portan máscaras de olmo y disfraces de heno. Los niños se deleitan con frutos secos y cánticos a la tierra. Las jóvenes parejas bailan y se hacen cortesías. Todas sus voces y alabanzas hacen ecos en las arboledas y alcanzan el río, en la zona de los lavaderos. Desde la profundidad del afluente se ve la luna llena y el vuelo intermitente de las lechuzas. En esos niveles no hay goce por la vida, solo sedimento y milhojas acuáticas.
En un momento dado, toda mujer pregunta a un hombre ¿Quién eres en realidad? Finalmente me respondiste con el filo de una daga. Eras mi asesino.
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