Lo maravilloso del amor es que no existe


(fragmento)





Juntos hemos visto pasar los años y con ello, hemos visto cómo se nos han perdido los objetos domésticos, Como si en este hogar habitaran fantasmas, como si en algún lugar de este piso de cuarenta y cuatro metros cuadrados hubiera una suerte de hoyo negro. De unos días a la fecha nos ha dado por reprocharnos mutuamente por nuestras pérdidas.

En un principio, fue un derrame de café sobre una foto de Katmandú; un hombre santo mendigando en medio de una calle transitada. Después de eso, el extravío de una peineta con la que gustabas de recogerte tu pelo cobrizo. Posteriormente aquella noche de ventarrones, vimos cómo se abrían violentamente las ventanas, un espíritu furioso irrumpió en nuestra cocina, y en el espacio entre tu y yo cayeron violentamente las piezas de la vajilla, regalo de nuestra cena de bodas. 

Fueron no pocas las ocasiones en que tu teléfono desapareció de la mesita de noche o fue a dar al excusado. Fueron varias las ocasiones en que mis discos de vinil salieron volando por el balcón.  Con el paso del tiempo las pérdidas se hicieron más frecuentes. Yo empecé a lidiar con calcetines nones, con libros sin paradero, con fotos despedazadas, con gafas rotas y con mi videocámara engullida por el hoyo negro; tú perdiste tu pasaporte, tus tarjetas bancarias y otra vez tu teléfono. No sé por qué, pero parece que nos hace sentir mejor culparnos mutuamente. 

Estos días los vivo añorando mis libros favoritos perdidos. Uno de ellos se trataba de un catálogo de piezas prehispánicas, lo recibí por correo ultramarino. Le tomó varias semanas para llegar a mis manos. Recuerdo que por entonces me lo imaginaba a la mitad del Atlántico, en una embarcación perezosa que se movía apenas con oleajes bruscos. El otro era un escrito de una joven novelista, quien describía la vida de un huraño refugiado en el subterráneo. 


En estos días te sorprendo viendo fijamente el techo, sé que te pasa por la mente la pérdida de tus zapatillas alemanas blancas. Las adorabas porque te habían acompañado en tus mejores momentos antes de conocernos. Pero hay que afrontarlo, mis libros, tu peineta, tus zapatillas, tantas de nuestras pertenencias han desaparecido. Pero tu prefieres culparme y desde hace unos meses me preguntas por tus pertenencias extraviadas.

Peor aún, a últimas fechas te ha dado por preguntarme a dónde fue a parar el amor. Como si yo pudiera ocultarlo. A veces creo que has sido tú quien lo mantiene bajo llave en ese viejo armatoste que tu familia te ha regalado. A veces temo que en un lapsus lo haya perdido junto con mi abrigo de viaje, o que se haya ido con el polvo al inicio de la primavera, mientras sacudía la alfombra en el patio interno del edificio.

Desde que surgió la pregunta sobre el amor, me he dado cuenta hasta dónde hemos llegado. Nuestro apartamento da cada vez más la apariencia de haber sido vaciado por ladrones. Hay más cajas de cartón que muebles. Ya no reposan adornos de porcelana o madera tallada en la ventana, las macetas del balcón solo reservan tierra seca y ramas quebradizas. Los cuadros de Frida Kahlo y del árbol de Cezzane ya no ocupan los muros blancos de nuestra recámara.

Si a últimas fechas te ha dado por preguntarme a dónde fue a dar el amor, yo pienso ¿pero qué sentido tiene preguntarse por ello? Una vez, hace muchos años coincidimos en pensar que el amor es extraordinario, hoy en día pienso que lo extraordinario del amor es que no existe, nunca ha existido, al menos por sí mismo. No es que nos haya llegado de ultramar en una embarcación perezosa, envuelto   hermosamente en papel celofán. Ni tampoco era como tus zapatillas alemanas con garantía de por vida. Detrás de éste nunca hubo un artesano esmerado, ni mucho menos una compañía transnacional que respaldara su calidad. Detrás de nuestro amor sólo estuvieron nuestras manos torpes.



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