Los sueños ámbar son donde incesantemente se cumplen las promesas y donde los que se han ido regresan. Donde coinciden los pasos extraviados y se perdonan las palabras amargas. Es donde el júbilo dominical ondea eternamente en un paseo familiar a contraluz, donde la hierba silvestre refresca los pasos y por caminos arbolados se llega hasta al afluente de la gloria.
Si procedo desde un primer instante de conciencia, entonces mi origen es un sueño ámbar, una lágrima petrificada donde reside todo lo que es solamente mío. Donde mi gente se asienta y mis padres jóvenes se toman de la mano, los hermanos infantes repiten incansables el juego de los escondidos. La carcajada de los amigos culmina en un abrazo fraterno. Los primeros amores renuevan sus votos en un beso súbito.
Si en un lugar de este universo soy un sustrato singular, incognoscible pero pleno de vida, ese lugar son las gotas que lagrimea la noche.
Los sueños ámbar me traen el llanto, por su inercia de ocaso y por sus sombras oblicuas; por esa música jubilosa a lo lejos, por los tañidos de cucharas sobre los platos en la comida dominical. Lloro porque esta tarde se tendrá que consumar. Apenas con tiempo para despedidas, me abruma la premura por despertar.
Entonces, por un instante, soy solo un alma indistinta, en los terrenos del limbo, entre los sueños ámbar y el tedio de la realidad.
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